Anita se hacía llamar, trabajaba
en un teatro peruano. Sus ojos rasgados no se cerraban como los ojos de las demás
mujeres, sino que, al igual que en los ojos
de los tigres, pumas y leopardos, los parpados se encontraban en perezosamente
y lentamente, esa mirada felina que excita. Parecía cosidos ligeramente el uno
al otro por la parte de la nariz, porque eran estrechos y dejaban caer esa
mirada lasciva y oblicua, de mujer que no quiere ver lo que le hacen a su
cuerpo. Todo esto le confería un aspecto de estar hecha para el amor que éxito a
un noble Barón en cuanto la conoció.
Cuando el Barón se metió entre
bastidores para verla, ella estaba vistiéndose, rodeada de una gran abundancia de
flores, para deleite de sus admiradores, que se estaban a su alrededor, la
Bailarina estaba pintando de carmín su sexo con un lápiz labial, sin permitir
que ningún hombre hiciera el menor gesto en dirección de ella.
Cuando
el Barón entró, la bailarina se limitó a levantar la cabeza y sonreírle. Tenía
un pie sobre una mesita, su complicado vestido brasileño estaba subido, y con
sus enjoyadas manos se dedicaba de nuevo a aplicar carmín a su sexo, riéndose a carcajadas de la
excitación de hombres en su derredor.
Su
sexo era como una gigantesca flor de invernadero más ancho que ninguno de
cuantos había visto el Barón, con el vello alrededor abundante y rizado, negro
lustroso. Estaba pintándose aquellos labios como si fueran los de su boca, tan minuciosamente que acabaron pareciendo
camelias de color rojo sangre, abiertas a la fuerza y mostrando el cerrado
capullo interior, el núcleo más pálido y de piel más suave de la flor.
El
Barón no logró convencerla para que cenaran juntos. La aparición de la
bailarina en el escenario no era más que el preludio de su actuación en el
teatro. Seguía luego la representación que le había valido fama en toda Sudamérica:
los palcos, profundos, oscuros y con la cortina medio corrida se llenaban de
hombres de la alta sociedad de todo el mundo. A las mujeres no se las llevaba a
presenciar aquel espectáculo.
Se
había vestido de nuevo, con el vestido de complicado vestido de can-can que
llevaba en escena para sus canciones brasileñas, pero sin chal. Su vestido
carecía de tirantes, y sus prominentes y abundantes senos, comprimidos por la
estrechez del entallado, emergían ofreciéndose a la vista casi por entero.
Así
ataviada, mientras el resto de la representación continuaba, hacía su ronda por
los palcos. Allí, a petición, se arrodillaba ante un hombre, le desabrochaba
los pantalones, tomaba su pene entre sus enjoyadas manos y, con una limpieza en
el tacto, una pericia y una sutileza que pocas mujeres habían conseguido
desarrollar, succionaba hasta que el hombre quedaba satisfecho. Sus dos manos
se mostraban tan activas como su boca.
La
excitación casi privaba de sentido a los hombres. La elasticidad de sus manos;
la variedad de ritmos; el cambio de la presión sobre el pene en toda su
longitud, al contacto más ligero en el extremo del firme manoseo todas sus
partes al más sutil enmarañamiento del vello, y todo ello a cargo de una mujer
excepcionalmente bella y voluptuosa, mientras la atención del público estaba
dirigida hacia el escenario. La visión del pene introduciéndose en su magnífica
boca, entre sus dientes relampagueantes, mientras sus senos se levantaban, proporcionaba
a los hombres un placer por el que pagaban con generosidad.
La presencia
de Anita en el escenario los preparaba su aparición en los palcos. Los
provocaba con la boca, los ojos y los pechos. Y para darles satisfacción, junto
con la música, las luces y el canto en la oscuridad, en el palco de cortina
semicorrida por encima del público, existía esta forma de entretenimiento
excepcional.
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