jueves, 14 de junio de 2018

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¡Chica Francesa tiene unos encuentros inesperados!!



Mathilde por su Deseo cada vez Mayor consiguió lo inesperado

Relato Erótico que cuenta las aventuras y fantasías sexuales de una chica francesa.

Mathilde era sombrerera en París, y contaba apenas veinte años cuando la sedujo el Barón. Aunque la aventura no había durado más que dos semanas, en ese breve espacio de tiempo quedó imbuida, por contagio, de la filosofía de la vida y de la manera expeditiva de resolver los problemas que tenía el Barón. Algo que éste le dijo casualmente una noche la intrigaba: que las mujeres parisienses gozaban de la más elevada cotización en Sudamérica debido a su pericia en materia amorosa, a su vivacidad y a su talento, que las hacían contrastar acusadamente con muchas esposas de aquellos países. Estas aún cultivaban la tradición de mantenerse en un plano borroso y de obediencia" que diluía sus personalidades y que, posiblemente, se debía a la resistencia de los hombres hacer de sus esposas unas amantes.


Al igual que el Barón, Mathilde desarrolló una fórmula para actuar en la vida como en una serie de papeles; diciéndose todas las mañanas, mientras se cepillaba su rubio pelo; “Hoy quiero ser talo cual persona”, y procedimiento en consecuencia. Un día decidió que deseaba ser una distinguida representante de un conocido modisto parisiense e irse al Perú. Todo cuanto tenía que hacer era interpretar el papel. Así pues se vistió con cuidado y se presentó con extraordinaria seguridad en casa del modisto. El puesto de representante le fue concedido y se le entregó un pasaje de barco para Lima.

A bordo, se comportó como una embajadora francesa de la elegancra. Su innato talento para apreciar los buenos vinos, los buenos perfumes y los buenos vestidos la señalaron como una dama refinada. Su paladar era el de un gourmet. Mathilde poseía sobrados encantos para realzar ese papel. Reía de continuo, le sucediera lo que le sucediera. Cuando se extraviaba una maleta, reía. Cuando la pisaban, reía. 
 Fue su risa lo que atrajo al representante de la naviera española, Dalvedo, quien la invitó a sentarse a la mesa del capitán. Dalvedo estaba elegante vestido de esmoquin, se comportaba como si fuera el capitán él mismo y tenía muchas anécdotas que contar. La noche siguiente la sacó a bailar. Se daba perfecta cuenta de que el viaje no era lo bastante largo como para cortejar a la joven de la forma usual, de modo que inmediatamente empezó a alabar el pequeño lunar de la mejilla de Mathilde. A medianoche le preguntó si le gustaban los, higos chumbos. Ella nunca los había probado. Dalvedo le dijo que tenía algunos en su camarote.

Pero Mathilde quería realzar su valor mediante la resistencia, y se mantuvo en guardia cuando penetraron en el camarote. Había rechazado con facilidad las manos audaces de los hombres con las que se rozaba mientras 'vendía las insidiosas caricias de los maridos de sus clientes  y los pellizcos en los pezones a cargo de los amigos que la invitaban al cine. Nada de eso le había causado ninguna sensación, Tenía una vaga pero tenaz idea de lo que la podía agitar. Deseaba ser cortejada con un lenguaje misterioso. Eso había sido determinado por su primera aventura, ocurrida cuando era una muchacha de dieciséis años.


Un escritor célebre en París entró en su tienda un día. No buscaba un sombrero, sino que preguntó si vendía unas flores luminosas de las que había oído hablar; unas flores que brillaban en la oscuridad. Las deseaba, explicó, para una mujer que brillaba en .la oscuridad.  Podía jurar que cuando la llevó al teatro y ella sentó atrás en el palco sin luz, con su traje de noche, su piel era tan luminosa como la más fina de las conchas marinas, con un fulgor rosa pálido. Y él quería esas flores para que ella las llevara en el pelo.


Mathilde no las tenía. Pero en cuanto el hombre se hubo, hubo marchado, fue a mirarse al espejo. Esa era la clase de sentimiento que deseaba inspirar. ¿Podría? La tonalidad de su cutis no era de aquella clase; tenía más fuego que luz. Sus ojos eran ardientes, de color violeta. Llevaba el cabello teñido de rubio, pero proyectaba a su alrededor una sombra cobriza. Su piel era asimismo de color de cobre, firme y en absoluto transparente. Su cuerpo llenaba sus vestidos, ciñéndoselos plenamente. No llevaba corsé, pero su figura tenía la misma forma que si lo utilizara. Se arqueaba para sacar el pecho y subir las nalgas.


El hombre volvió, pero esta vez no pretendió comprar nada. Permaneció de pie mirándola, sonriendo con su rostro alargado y finamente tallado, y entregándose, con sus gestos elegantes, al ritual de encender un cigarrillo. 

-Esta vez he venido sólo para verla -dijo.

El corazón de Mathilde latió tan aprisa, que sintió como si hubiera llegado el momento que esperaba desde hacía años. A punto estuvo de ponerse de puntillas para escuchar el resto de sus palabras. Sintió como si fuera la luminosa mujer que se sentaba atrás, en el palco oscuro, recibiendo las exóticas flores. Pero lo que el cortés escritor de pelo gris dijo con su aristocrática voz fue:

-En cuanto la vi, se me puso tiesa.

La crudeza de aquellas palabras fue como un insulto. Se ruborizó y lo abofeteó.


Esta escena se repitió en varias ocasiones. Mathilde advirtió que  en su presencia los hombres solían enmudecer, privados de toda inclinación romántica a hacer la corte. Palabras como aquéllas salían de sus bocas sólo con que la vieran. Su efecto era tan directo que todo cuanto expresar era su turbación física. En lugar de aceptar eso como un tributo, Mathilde se ofendía.




Ahora se hallaba en el camarote de Dalvedo, el afable español estaba pelando unos higos chumbos para ella y charlando. Mathilde fue recuperando la confianza. Se sentó en el brazo de una silla, vestida con su traje de noche de terciopelo rojo. Pero la acción de pelar los higos se interrumpió. Dalvedo se levantó y dijo:

-Tiene usted el más seductor de los lunares en su mejilla.

Ella pensó que iba a tratar de besárselo, pero no lo hizo. Se desabrochó rápidamente, se sacó el miembro y, con el gesto que un apache dirigiría a una mujer de la calle, le ordenó:

-Arrodíllate.

Y Mathilde lo abofeteó y se dirigió a la puerta.

-No te vayas -imploró él-. Me has vuelto loco; mira en qué estado me has puesto. Ya estaba así toda la noche, mientras bailábamos. No puedes dejarme ahora.

Trató de abrazarla. Mientras luchaba por librarse de él, Dalvedo se corrió encima de su vestido. Tuvo que cubrirse con su capa para regresar a su camarote.


Y allí fue que no tuvo la más mínima duda que volvía locos a los hombre sin mayor trabajo.




Fuente: Delta de Venus

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